8. Amelie

Muchos meses después, sin haber dado fin definitivo a «la morena» -historia que algún día terminaré de escribir- apareció ante mis ojos la luz natural más profunda. Aire fresco, tranquilo y descomplicado. Acompañada, no podría ser de otra manera, de su pareja.

Desde ese día -más bien noche- mis pensamientos empezaron a caducar cualquier ápice de amor hacia otros destinos. Me refugié en un hilo de esperanza desmelenado por mi inmadurez. Estaba intranquila, como cuando necesitas repetir canción. Quería saber más, quería estar en su día a día, sus pensamientos y sus brazos.

No podría decir con certeza qué es lo que aquella noche atravesó todo en mí, pero sabía que ella había llegado para ser importante en mi vida. Bastó una mirada para convencerme de lo especial que era, por fuera y por dentro. ¿Qué pensó ella de mí? Nunca pregunté.

Me convertí en la peor versión. No la mejor, la peor, sin hablar metafóricamente. Fui egoísta. Estaba empecinada en verla, lo más posible -con o sin compañia- el máximo de tiempo. Movía colores y sabores. Cambiaba esenciales. Ajustaba cualquier movimiento con tal de compartir segundos. Dejó de importarme quiénes estaban en nuestro presente, y me enfoqué en conquistarla, como lobo hambriento. Hambrienta estaba.

Yo, mi yo excesivo, estaba seguro de que era la mujer con la que quería estar, sin preocupar consecuencias. Estaba convencida que era ella la indicada, la única. Ella representa todo lo que quería y quiero en mi vida: transparencia, futuro y vida. Llegué a preguntarme si estaba enamorada -cuando todavía me hacía ese tipo de preguntas- cada vez que el alcohol se manifestaba en mis venas.

Fuimos mejorando la sincronicidad de nuestras risas. Adoraba las palabras que salían de su boca. Me fascinaba sus gestos, su cordura, sus dudas. Me sentía plena, aún sabiendo que cada noche regresaría a casa llena de amor, y ausente de besos. Me sentía plena, casi. Sola y plena, ni yo lo entendía.

Bailaba más allá de mis posibilidades. Quería querer más allá de mí. Me hormigueaba la ternura ante sus ojos. Mi objetivo más latente, el único, hasta ese momento: ser yo sus buenos días.

Mi testarudez siguió haciendo de las suyas. De manera frívola alineaba mi rutina al siguiente encuentro. De forma inevitable, ella descontrolaba cualquier fuerza de voluntad cuando volvía a aparecer, a lo lejos, allí, en la delgada línea que dividía su ahora y mis deseos.

Me gustaría decir que aparté toda malintencionada decisión, y la dejé seguir siendo feliz con el amor de su vida. Lo intenté, quizas, sin demasiado ímpetu. Ella puso en mí, sentimientos. Sentimientos que no sabía gestionar. Abrió el mundo que tanto deseaba descubrir, me aterraba al completo.

Volví a desnudar «Amelie» de Jean-Pierre Jeunet, bajo la percepción de su humanidad. Volví, una y otra vez, a estar en el sitio acordado, casi a la hora correcta. Sentía satisfacción en su presencia, conectada a sus pupilas, sus verbos, nuestro momento, nuestro nada. Mis pensamientos la perseguían allí donde fuere. Allí donde fuere, sin mí, como siempre.

Quedaba intranquila, como cuando necesitas repetir canción.
Empecé a escribir, poesía.

Continuará…

  © Saliary Röman


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7. «Esta noche duermes conmigo»

Era verano. Una noche sin estrellas, de olor a coco y madera mojada. De olor a nube espesa, de esas que no dejan ver la luna. Esa noche se transformó en calurosa con una inquietante frase, La frase. Frase para la cual jamás pensé responder tan positivamente, tan natural. Las palabras vinieron de la voz segura de una completa desconocida, sin presentaciones previas, sin tan siquiera un escaso «hola». Sin introducciones, nada. Cero protocolos, cero complicaciones, vino ella a mí.

Fue así como el universo cambió de sentido. Las canciones en el bar cambiaron de mensaje. Mi mirada cambió de intenciones. La temperatura corporal se elevó, y el alumbrado de las distracciones se apagó, dejando salir una pequeña luz, apuntando a un sólo objetivo. Pocas palabras cruzamos desde el momento en que ella se puso de pie a mi espalda, acercó sus labios a mi oído derecho y dijo:

“Esta noche duermes conmigo”

«Esta noche duermes conmigo«, dijo la mujer de tacones, cabellos castaños, más joven que yo. Sus ojos se encargaron de absorber toda mi mirada. «Esta noche duermes conmigo«, me dijo, ¡a mí!.
Un pequeño susurro se deslizó por mi oreja, hizo tiritar mi estribo, bajó por todo mi cuello, elevó mis pulsaciones, revoloteó mi estómago, humedeció el entorno y me obligó a volver al presente, para así reaccionar asintiendo con la cabeza, mientras mis ojos curioseaban por su morena piel. Pocas palabras cruzamos más esa noche, sus labios me regalaron un par de besos, antes de que sus pies se posaran en mi puerta.

Soy sincera cuando digo que soy afortunada. La vida debería darte la opción de poder grabar con detalle ciertos momentos, grabarlos completamente y dejártelos ver, tipo película, cada vez que lo desearas. Si esa opción existiese, y durase lo que dura una noche, con su amanecer; me hubiese quedado con esa noche húmeda. Me hubiese quedado con su cielo no estrellado, con el susurro de su voz. Y con la sensación en mi cuerpo, pupilas dilatadas, palpitaciones, al ver a plenitud el paisaje de su piel. La persona más bella que habían visto mis ojos. Una mujer impresionante, ahí, en mi cama. El universo me sonreía, e hizo que nuestros deseos se concibieran uno solo.

Llevaba años enamorada de la ojazos, y me había ido a la cama con más personas después de ella; pero jamás había conseguido quitarla de mi mente. Era como un mosquito venenoso que se encargaba de picarme en el momento en que mi cuerpo conseguía concentrarse en otro ser humano. Me hacía daño, me clavaba, me hundía el alma, y me regresaba al destierro del desamor; a la vez que cualquier indicio de orgasmo desaparecía de mi afán.
Sin embargo, el olor a coco y a madera mojada, aromatizaba la noche para hacer el universo sonreír, para despejar mi mente, para provocar que las espesas nubes ocultasen el mosquito, y mi cuerpo fuese feliz. Todo estaba allí, para dejarme ver las estrellas.

La morena

Debió ser su precioso cuerpo, o la flexibilidad de sus extremidades, o quizás su voz sofocante y dulce, o su larga melena, o sus firmes piernas, o sus magníficos pechos, o la forma sexy de su boca; o tal vez el olor a mar de su piel, lo que permitió que esa noche yo me fundiera en ella, me entregué, nos entregamos. Bailamos, dimos la vuelta al mundo, lo andamos lento, suave, fuerte, a toda velocidad. A paso firme, sin tropezar, como quien ya conoce ruta. Como quien no tiene miedo a la oscuridad. Como si de alguna manera nos leyéramos la mente y fuesen nuestros cuerpos una herramienta para cumplir deseos. Hubo una conexión real, pasión innata. El mundo de una cama se quedó pequeño, nuestro apetito se hizo agudo hasta mucho más allá del horizonte de un amanecer. Mi piel despertó, mi boca quedó húmeda. Mis pupilas pedían más.
¡Polvazo! Supreme!

Al día siguiente, fui al trabajo sin dormir, pero con el cuerpo lleno de frescura, de vitalidad, la sonrisa puesta. ¡Y cómo iba a ser de otra manera! ¡Si la mujer más impresionante me había otorgado lo mejor de sí! El sol brillaba más que nunca, mi mente evocaba recuerdos que me hervían los poros y mi interior quería más. ¡Yo quería más! Quería tener su rostro en mi almohada, su cuerpo junto al mío, su voz susurrándome de nuevo.

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6. Olvidar

Después de enamorarme hasta la piel, al dejarlo, el vacío queda clavado en cada poro. Vives con la sensación de ser una abrumadora nube, opaca, cargada de tristeza. Reír, y no sentir nada. Cantar, mientras las canciones te arrancan el corazón. Buscar el rostro de ella, en cada nuevo rostro. Decirte a ti misma: hasta aquí, ya no más, hay que hacer algo. Hacerlo todo, y constantemente ser perseguida por la depresión.

Soledad, infinita soledad al decidir ya no hablar más de lo que te pasa con tus amigos, mientras la carroña de la lejanía te consume. Salir de fiesta, y buscar perderte entre la multitud, para que así, ellos no noten cómo caen las lágrimas mientras bailas. Deambulé años enteros; cambié de rutas, de ciudad, de hogar. Hice de todo para borrarla de mi cabeza, a veces creía que ya estaba superado, pero el corazón se encogía y expandía nuevamente, recordándola a cada latido. Así como sembré pasión en cada centímetro de su piel, extrañaba cada centímetro de su respiración por toda mi alma.

Los años pasaron, cuerpos nuevos iban y venían. Besos que se colaban en mi cama. Besos que se mantenían meses. Besos que intentaban buscar amor tras mi boca. Besos que hubiesen dado todo por ser correspondidos. Mientras yo, a saber dónde estaba. Mi libido a ras del suelo. No recuerdo qué fue de mí, ni de todas las lágrimas que se mezclaron con mi copa. Me negaba a dejar el amor libre, no quería que tanto amor –aunque doliese- se fuese sin mi devoción, a otra parte.

Era clásico por aquél entonces salir a beber algo luego del trabajo con mis compañeros. Esa vez, estaba de pie en la barra de un bar, hablando con mi jefe. Era una noche corriente, en un bar como cualquier otro. Yo llevaba la ropa de trabajo, despeinada y con un look que, desfavorecía todo mi ser. Pero estaba en una etapa que, mi físico no me preocupaba mucho, y lo de ir a casa debía ser a altas horas de la noche, cuando mi cuerpo y mente estaban tan agotados que, me obligaban a entrar en un sueño profundo justo al tocar la almohada. Así evitaba pensar, en lo que poco a poco, se iba borrando de mi cabeza.

Nunca llovió que no parase, eso dicen. Mi diluvio se convirtió en tormenta, la tormenta trajo la lluvia, y la lluvia trajo la calma con esta frase:

                “Esta noche duermes conmigo”.

Ya había mencionado que soy afortunada. Pues esa noche se hizo la fortuna en una piel morena.

Continuará…

  © Saliary Röman


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