Muchos meses después, sin haber dado fin definitivo a «la morena» -historia que algún día terminaré de escribir- apareció ante mis ojos la luz natural más profunda. Aire fresco, tranquilo y descomplicado. Acompañada, no podría ser de otra manera, de su pareja.
Desde ese día -más bien noche- mis pensamientos empezaron a caducar cualquier ápice de amor hacia otros destinos. Me refugié en un hilo de esperanza desmelenado por mi inmadurez. Estaba intranquila, como cuando necesitas repetir canción. Quería saber más, quería estar en su día a día, sus pensamientos y sus brazos.
No podría decir con certeza qué es lo que aquella noche atravesó todo en mí, pero sabía que ella había llegado para ser importante en mi vida. Bastó una mirada para convencerme de lo especial que era, por fuera y por dentro. ¿Qué pensó ella de mí? Nunca pregunté.
Me convertí en la peor versión. No la mejor, la peor, sin hablar metafóricamente. Fui egoísta. Estaba empecinada en verla, lo más posible -con o sin compañia- el máximo de tiempo. Movía colores y sabores. Cambiaba esenciales. Ajustaba cualquier movimiento con tal de compartir segundos. Dejó de importarme quiénes estaban en nuestro presente, y me enfoqué en conquistarla, como lobo hambriento. Hambrienta estaba.
Yo, mi yo excesivo, estaba seguro de que era la mujer con la que quería estar, sin preocupar consecuencias. Estaba convencida que era ella la indicada, la única. Ella representa todo lo que quería y quiero en mi vida: transparencia, futuro y vida. Llegué a preguntarme si estaba enamorada -cuando todavía me hacía ese tipo de preguntas- cada vez que el alcohol se manifestaba en mis venas.
Fuimos mejorando la sincronicidad de nuestras risas. Adoraba las palabras que salían de su boca. Me fascinaba sus gestos, su cordura, sus dudas. Me sentía plena, aún sabiendo que cada noche regresaría a casa llena de amor, y ausente de besos. Me sentía plena, casi. Sola y plena, ni yo lo entendía.
Bailaba más allá de mis posibilidades. Quería querer más allá de mí. Me hormigueaba la ternura ante sus ojos. Mi objetivo más latente, el único, hasta ese momento: ser yo sus buenos días.
Mi testarudez siguió haciendo de las suyas. De manera frívola alineaba mi rutina al siguiente encuentro. De forma inevitable, ella descontrolaba cualquier fuerza de voluntad cuando volvía a aparecer, a lo lejos, allí, en la delgada línea que dividía su ahora y mis deseos.
Me gustaría decir que aparté toda malintencionada decisión, y la dejé seguir siendo feliz con el amor de su vida. Lo intenté, quizas, sin demasiado ímpetu. Ella puso en mí, sentimientos. Sentimientos que no sabía gestionar. Abrió el mundo que tanto deseaba descubrir, me aterraba al completo.
Volví a desnudar «Amelie» de Jean-Pierre Jeunet, bajo la percepción de su humanidad. Volví, una y otra vez, a estar en el sitio acordado, casi a la hora correcta. Sentía satisfacción en su presencia, conectada a sus pupilas, sus verbos, nuestro momento, nuestro nada. Mis pensamientos la perseguían allí donde fuere. Allí donde fuere, sin mí, como siempre.
Quedaba intranquila, como cuando necesitas repetir canción.
Empecé a escribir, poesía.
Continuará…
© Saliary Röman
❤!